martes, 23 de noviembre de 2010

EL POTRERO VS LA ESCUELA DE FUTBOL

Fútbol Infantil: ¿Trabajo o diversion? ¿Esfuerzo o placer?
¿Competencia o juego? ¿Pena o gloria?
El potrero versus la escuela de fútbol - Podemos decir que hasta hace unos veinte años o menos, los padres llevaban a sus hijos a los clubes de barrio para evitar que estuvieran en la calle, para que se socializaran con otros niños de su edad. La posibilidad de que se convirtieran en jugadores profesionales estaba en segundo plano, era una posibilidad entre tantas. Sin embargo, la creciente profesionalización del fútbol empujo a los padres a ver a los clubes de barrio y a las escuelas de fútbol como una tabla de salvación para sus hijos y hasta para ellos mismos.

SEXTA PARTE
Mucho antes de que aparecieran las primeras escuelitas de fútbol, el
lugar por excelencia donde se practicaba este deporte era el potrero.
¿Qué cosas tenía a favor ese pedacito de tierra en un baldío de barrio y
que ventajas se obtuvieron con la creación de lugares específicamente organizados para enseñarles a jugar al fútbol a los niños?
Para algunos el potrero era el lugar donde reinaba la espontaneidad. El
potrero era él desafió con los de la otra cuadra, de ahí no pasaba la competencia. Hoy los niños juegan con un dispositivo institucional que incluye árbitros, premios, etc. En ese sentido, los de otra época fuimos más huérfanos, no era muy positivo desde lo social.
Los niños, cuando se juntaban en el potrero, iban porque tenían ganas,
sentían la necesidad interna de jugar y se organizaban auto convocándose. Iban, le tocaban el timbre al amiguito de la vuelta, buscaban al dueño de la pelota, decidían los arcos y jugaban. Construían a partir de un espacio físico toda una situación lúdica que tenía que ver mucho con la trama social, con los vínculos afectivos. Hoy todo eso, se compra, se paga. Esa es la diferencia más clara. Si a eso le agregamos la formalización de una estructura organizacional con las reglas, el cumplir horarios, una división por edades, no queda nada de toda aquella actividad espontánea. Antes, los propios participantes eran los protagonistas, los organizadores, todo. Esa autogestión hoy no existe más. Podríamos decir que
antes se divertían y hoy los divierten. Con un agravante: Si el niño quiere jugar al fútbol fuera de la escuela, no tiene a donde ir. Y si tiene donde, no tiene con quien jugar. Desde este punto de vista, el predominio de un espacio hiperorganizado para el juego, genera una discapacidad, en cierta forma creada por la sociedad de consumo.
Resumiendo los conceptos podríamos decir que el potrero brindaba
básicamente, libertad. La escuelita, en cambio, aporta disciplina. Las dos propiedades se necesitan a la hora de practicar cualquier deporte. El tema es como se logra llegar a ese punto en que se pueden combinar. Quizás esa sea la clave de un buen aprendizaje, y en algunos casos, sumado al talento natural, logra la formación de verdaderos jugadores.
La tendencia a la profesionalización del fútbol infantil, en la que los
niños reciben la mayor presión por parte de los adultos, involucra entre otros
puntos polémicos, la propia salud de los pequeños futbolistas. ¿Quién se preocupa realmente por las exigencias que reciben los niños durante los entrenamientos que muchas veces no tienen en cuenta las distintas etapas de su desarrollo físico y psicológico?
Los padres, en algunos casos, ya sea por el afán de conseguir un buen
futbolista o por el deseo de que sus hijos se entretengan un rato con los niños de su misma edad, se olvidan de considerar la salud de sus hijos, la cual no siempre queda en las manos más adecuadas. Los técnicos y delegados, presionados por lograr buenos resultados en los partidos, dejar contentos a los dirigentes y a los padres, no siempre prestan la suficiente atención a estas cuestiones socioculturales que son fundamentales en esta etapa de crecimiento tan delicada en el desarrollo de una persona.
Esta omisión puede afectar la salud presente y futura de los niños. No
es tan extraño asistir a un entrenamiento y ver al entrenador bebiendo cerveza o fumando mientras los niños esquivan conos o hacen una prueba de velocidad.
La improvisación y la mercantilización, en gran parte, son responsables de que se produzcan estas situaciones de las que los niños resultan ser las victimas. Hace algunos años cuando el fenómeno del fútbol infantil apenas empezaba a asomar, los entrenadores profesionales no abundaban. La mayoría de los equipos de fútbol infantil era entrenada por los propios padres de los chicos, tal vez por esa idea tan argentina de que cualquiera sabe de fútbol y es un jugador o un técnico en potencia. Lo cual no implica que cualquiera este capacitado para conducir a un grupo de niños durante un juego. Este fenómeno sé mucho más en la ciudad de Buenos Aires que en la ciudad de La Plata.
Esta claro que la mercantilización del fútbol infantil involucra a todos
los que de alguna manera tienen que ver con él. Los técnicos no quedaron afuera. Por lo tanto, su grado de idoneidad ante la tarea de dirigir un grupo de niños no puede ser amateur. Hay gente que ha encontrado en el fútbol infantil su medio de vida. Cuando se le pregunta dónde estudiaron, dicen: no, yo miro todos los domingos fútbol de primera y leo El Gráfico. Creen que con eso alcanza para dirigir un equipo. Pero además, como cobran tienen que ganar. Si no los echan del equipo. Adquieren prestigio ganando campeonatos. Mientras tanto, frustran niños pero ganan campeonatos. Que uno entienda de fútbol no quiere decir que también entienda lo que pasa por la cabeza de un niño de 7 u 8 años.
El fútbol infantil no es un fin en si mismo tiene que ser un medio para
empezar a formar a los niños. Un deportista se empieza a formar a los 11 o 12 años. Ahí empieza una recta que termina aproximadamente a los 17 o 18 años. Hace unos cuanto años, los futbolistas profesionales debutaban a los 21 años, hoy lo hacen a los 16 (el ejemplo mas claro es el seleccionado sub 20 campeón del mundo en Canadá donde la mayoría de sus integrantes ya habían jugado en primera división y algunos ya están jugando en Europa). Hay que considerar que hasta los 12 o 13 años aproximadamente un niño no comienza a formarse física y motrizmente. Recién en ese momento esta preparado para que lo agarre un entrenador y, si es bueno, que comience a hacer carrera. Pero acá parece que el proceso se hace al revés. Además, hay que tener en cuenta que un niño de 9 o 10 años esta completando su maduración y puede tener unos dos años de diferencia madurativa con otros de su misma edad. Entonces, un año el niño puede parecer de madera y al año siguiente, juega bárbaro. Y los técnicos dicen “este no sirve”,
cundo en realidad, el niño esta aprendiendo.
La idea de competencia, triunfo y fracaso, no es la misma en los adultos
que en los niños. En el momento del juego, las cosas se mezclan. En ese cóctel, los más pequeños suelen ser los más perjudicados. El espíritu de jugar a muerte lo ponen los padres, no los niños. Cuando gana el equipo contrario los padres empiezan a echarle la culpa al referí y no se fijan que los que ganaron también son niños. En general, los padres pierden el control emocional por completo. Se habla de que ponen toda la tensión de la semana en el juego de sus hijos, la descargan con ellos. Los niños, pobrecitos, se acostumbran a vivir esa presión.
Muchas veces los mismos niños se insultan o putean con los padres y con el
árbitro. A su vez, el padre reprende al árbitro por una sanción justa, aunque su hijo haya cometido una falta. Hay veces en que los niños se quedan mirando a un loco desaforado que no entienden que sea su papa, enojado porque su hijo saco mal un lateral.
En general, los árbitros se encuentran en medio de las disputas de los
padres y de la propia relación entre padres e hijos. Tienen que arbitrar el juego entre los equipos infantiles y también lidiar con los padres que, desde las tribunas, les reclaman constantemente.
Los padres se pierden en ese laberinto futbolístico donde todo el mundo
se siente un poco sabio y en lugar de acompañar a su hijo, le indican como jugar. Lo que muchas veces puede entrar en contradicción con lo que le indica el técnico. La consecuencia es un cortocircuito en el niño, que generalmente abandona el fútbol porque no soporta tanta presión.
La mayoría de los padres cuando hablan fríamente del tema de sus
hijos jugadores, nunca confiesan que presionan a sus hijos. Algunos de ellos
seguramente dicen la verdad. Otros, están metidos en lo que les pasa. Quizás no mienten, pero si omiten la realidad. Tal vez no se dan cuenta de la influencia que ejercen sobre los chicos, a una edad donde todo se absorbe con tanta facilidad. Sin embargo, esos padres que presionan a sus hijos, sin darse cuenta del daño que les causan, existen. De hecho, profesores, técnicos, árbitros y otros padres los observan cotidianamente en las prácticas y en los partidos. Actúan a la vista de todos. Pero cuando todo se termina, nadie quiere reconocerse como uno de ellos.
Es evidente, sin ninguna duda, que el modelo de los torneos infantiles
es el fútbol grande, el fútbol profesional. Hay chicos que protestan para sacar ventaja, como ocurre en la primera división. Sin embargo, lo mas difícil para los árbitros es trabajar bajo la presión de las hinchadas, muchas veces conformadas, incluso, por algunas madres.
Junto con la competencia mal entendida comienza a producirse un
hecho poco grato para los niños, la discriminación de los menos hábiles. Con
este tema la mayor influencia proviene de cada familia y de lo que transmite el club. Si se trata de una institución muy competitiva, la problemática aumenta. Si hay niños que no están aptos para jugar hay que buscarles la posibilidad de que jueguen en otras ligas para que no se sientan mal y para darles una oportunidad.
(En la ciudad autónoma de Buenos Aires hay ligas de fútbol que se crearon para los niños que no tenían la posibilidad de jugar en clubes muy competitivos, son ligas en las cuales no hay suma de puntos).
Conclusión final
Las escuelas de fútbol se consolidaron en las últimas décadas como una
alternativa a la falta de espacios para que los niños jueguen al fútbol en la ciudad. Pero la voracidad del gigantesco negocio del fútbol las fue incorporando como primera etapa de una tendencia creciente:
La profesionalización del fútbol infantil.
¿Entrenamiento o entretenimiento? ¿Trabajo o juego? ¿Cómo debería
ser el tiempo que el niño dedica a la actividad futbolística? ¿Cómo lograr que
algo tan sano como la actividad deportiva y tan mágicamente fascinante como el fútbol no sea una carga que sus espaldas no puedan soportar?
Difícilmente se pueda llegar a obtener una sola respuesta a todas estas
preguntas. La polémica, al igual que el fútbol mismo, es un deporte nacional y
cada uno, padre, técnico, o dirigente tendrá una respuesta, un punto de vista. Expondrá sus argumentos, mostrara resultados. Pero ¿y los chicos qué? ¿Se piensa en ellos? ¿O prevalecen las propias aspiraciones, las frustraciones que se dejaron en el camino? ¿Alguien les pregunta a ellos lo que quieren, lo que sienten, como les gustaría hacer las cosas?
Valdría la pena que todos los involucrados se formularan estas preguntas
y se cuestionaran realmente como están actuando. Sería bueno descubrir que responden con honestidad a la tarea que están desarrollando.
Hasta hace unos veinte años, la cosa era mucho más sencilla. El club de
barrio cumplía una función social. Hoy, tras sucesivas crisis económicas, ideológicas y morales, ese espacio se fue perdiendo. Y no hubo reemplazo. Los que tienen más de cuarenta años lo saben muy bien. El club era el lugar del encuentro, de la participación. Uno sentía que ese era un lugar de pertenencia, un espacio simbólico y de contención social. Era el lugar donde se compartía con los pares y eso permitía afianzar la identidad. Algo vital para la edad en que una persona esta creciendo.
Allí, en esos clubes, el fútbol era la excusa, organizarse era sencillo: un
padre se hacia cargo de una categoría, otro tomaba otra y así hasta abarcar todas las edades, sin mucha teoría pero con mucho amor. La cuota social no importaba y la merienda acercaba a más de uno.
¿Cómo evitar que todo esto ocurra? No es fácil encontrar la solución.
Siempre y cuando el optimismo nos permita creer que es posible encontrar una. Quizás lo máximo a lo que se puede aspirar sea a empezar a cuidar a los chicos, a estar mas cerca, pero no detrás de un alambrado gritando un gol sino allí donde ellos verdaderamente les hace falta. En sus dudas, sus miedos y también en sus pequeñas alegrías.
Lo ideal seria actuar con ellos como lo que son: chicos. Tan obvio y
tan simple como eso. Tan complicado como eso. Para lograrlo se debe comenzar intentando que el entretenimiento no se convierta en un trabajo y que esté adecuado a sus posibilidades. Cualquiera que lleve a su hijo a una escuela de fútbol debe tener, independientemente de su motivación para hacerlo, la preocupación por el cuidado que le den al niño en ese lugar. Y una idea clara de lo que puede ser bueno o dañino para su educación, su desarrollo y su formación. Eso quiere decir para su cuerpo, su psiquis y su espíritu. Algo que parece tan evidente y que, sin embargo, la experiencia de todos los días muestra que no se cumple. Que los niños entrenan más de lo debido o, a veces, no lo hacen con una persona suficientemente capacitada para eso. Las consecuencias afectan nada menos que a su salud y, a veces, condicionan su estado emocional para el futuro.
Este texto quiso ser una aproximación al mundo de los niños y el
fútbol, allí donde su cruzan la ansiedad de los padres, la responsabilidad de los entrenadores, la referencia omnipresente de las grandes estrellas y el peligro de depositar en un niño la salvación económica familiar. También es un llamado de atención para no olvidar que en el fútbol infantil se está tratando con niños y no con jugadores en miniatura.
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