La experiencia en primera persona de ir a 310 Km/h en un auto de F1. Un cronista de LA NACION probó, como acompañante, un auto biplaza de Fórmula 1 en el suntuoso circuito Yas Marina; impresiones intensas de una vivencia fascinante, pero que puede llegar a resultar demasiado fuerte para el organismo. Por Xavier Prieto Astigarraga
ABU DHABI, Emiratos Árabes Unidos.- Qué miedo. Existe la posibilidad de dar un par de vueltas en un auto de Fórmula 1. ¿Temor a la velocidad? No, qué va. Miedo a perdérselo: es sólo una posibilidad. Los ciento ochenta y seis centímetros que median entre las plantas de los pies y la tapa del encéfalo pueden ser llegar a ser demasiados para el asiento trasero del coche. Y si el cuerpo no cabe ahí, chau prueba, chau sensaciones extremas, chau curiosidad satisfecha.
Está todo muy bonito. El circuito Yas Marina, próximo a Abu Dhabi, es bello y fastuoso. Las actividades que programó Pirelli en esta invitación a conocer sus neumáticos de F. 1 para 2012 son estupendas. El clima es soleado, seco y templado. Todo fantástico, primermundista, lujoso, ideal. Pero si esa prueba de un prototipo de la máxima categoría finalmente no es factible, no hay percepciones a fondo, no hay inigualable recuerdo personal, ni sueño cumplido, ni historia por contar. No hay nota para el diario, en definitiva...
El vehículo es una versión biplaza de un Minardi de 1999 (el año siguiente al paso de Esteban Tuero y anterior al de Gastón Mazzacane por la escudería italiana), modelo que usaba motores Ford Cosworth. Mide 23 centímetros más de longitud que el coche estándar, pero el espacio, en un auto de fórmula, nunca sobra.
Envasado en mameluco, casco y guantes, se espera el turno. Que llega cuando un mecánico da el ok. Unos italianos están instalando una camarita que apunta al pasajero. Las instrucciones finales en inglés, con el casco puesto y la expectativa, resultan casi incomprensibles en un habitáculo pequeño y abombante. Sólo preocupa que las piernas, que quedan a los costados del piloto, no obstaculicen sus brazos. El conductor, Giacomo Ricci, italiano de 26 años, ensaya giros de volante. Sus codos chocan con las pantorrillas del invitado: ay ay ay... Pero el motor suena, el auto ya se mueve y... misión cumplida. El anhelo de años de un aficionado a la Fórmula 1 comienza a ser un hecho.
Salida de la calle de boxes, chicana a izquierda y derecha, frenadita, curva cerradísima a la izquierda y... 1140 metros de recta -la segunda mayor de la F. 1- para acelerar a fondo (puede hacerlo de 0 a 100 km/h en unos 2,5 segundos). El auto estremece con el ruido, o sonido, según se lo goce o no. Como un mosquito, bien agudamente. Como una fiera, con un estruendo furioso de sus 750 caballos de fuerza que, al rebotar en las gradas, da idea de que el único bólido en la pista es en realidad varios. Como si hubiera una carrera. El casco protege, además de la cabeza, los oídos. Se escucha el motor, pero no aturde. Y la espalda siente más el respaldo cuando el cohete con ruedas sale disparado.
Existe un tabique entre piloto y acompañante, y para mirar adelante basta una inclinación de cabeza. Los postes del alambrado de la derecha se suceden cada vez más rápidamente -más allá hay un brazo de agua del Golfo Pérsico-, pero la amplitud de la pista diseñada por el alemán Hermann Tilke hace que las paredes estén distantes y, así, la impresión de velocidad es grata pero no enloquece. Hasta da ganas de pedir más. No existe velocímetro, claro, pero de haberlo marcaría unos 310 kilómetros por hora.
Claro que en los últimos 150/200 metros del trecho llega lo que realmente sorprende: la frenada. Se sabe que viene, pero no exactamente cuándo. Y en el momento en que el piloto empuja el pedal, la cabeza se vuelve ladrillo descendente, hasta casi quedar horizontal. Los cinturones de seguridad aprietan el pecho. La inercia es invencible. Y mensurable: llega a unos 5 G (el quíntuplo de la de gravedad). Al parecer, fue buena idea no llevar la filmadora: se habría golpeado o eyectado...
Aparece una cerrada curva a la izquierda, tan lenta que es respiro para el cuerpo. Breve, pues la máquina ya busca ansiosa el próximo cambio de línea. Gira leve a izquierda y a derecha y halla otra recta, la de largada, para retozo de su impulsor. Las tribunas a un lado y otro pasan veloces, sin moverse, y surge otro frenazo que en un coche de calle sería como un choque. Así de violento; eso siente el cuerpo. Y tras otra curva zurda -debajo de la cual pasa el túnel de salida de los pits de Fórmula 1- y un tramito derecho, aparece la otra sensación única. Se trata de un quiebre a la izquierda, no angulado pero tampoco curvón, en subida. Y el piloto ni siquiera peina el freno antes. ¿Se volvió loco? ¿Cómo lo encara a semejante velocidad, si es medio cerrado? ¿Perderá el control? Nada que ver. Como un scalextric, el auto copia el piano. Y en seguida, lo mismo a la derecha. Qué agarre, qué fuerza centrífuga (3 a 4 G). Electrizante. El fanático lo entenderá: por ascenso, cambio de dirección y fuerza G lateral, la sensación ha de ser como la de transitar Eau Rouge, famosa curva belga de Spa-Francorchamps, la más bonita de la F. 1. Ah: qué bueno tener años de mirar la categoría; permite saber hacia dónde hay que inclinar la cabeza en los giros, y evitar golpes varios con el casco, como los que padeció un colega argentino.
Todo es tan rápido que no se llega a procesar la información y ya surge otra novedad. Viene otro segmento a fondo, y... a empezar de nuevo, en la chicana. Ahora ya se sabe a qué atenerse. Este segundo y último giro de 3,15 kilómetros a la porción Norte del circuito es de menos sorpresa y más disfrute. Y refuerza una conclusión: la aceleración de un bólido de éstos gusta pero no asombra; lo que deja perplejo es lo brusco de las frenadas y la fabulosa velocidad en curva.
Aunque esperado, el desvío hacia los boxes conlleva decepción y alivio a la vez. Estuvo bueno gozar una experiencia única en la vida, deseada desde hace años. Pero está bueno también dar descanso a este organismo que palpita con una taquicardia galopante y músculos que tiemblan como si se hubiera hecho un megaesfuerzo. Que fue, apenas, el de dar un paseo en auto... Tal es la debilidad que cuesta salir de la cabina. Giacomo recibe fresco como una lechuga el agradecimiento y su pasajero ya siente baja presión y un incipiente mareo. Y ni qué decir de las sensaciones tras quitarse el buzo en el vestuario. El mareo finalmente cumple su intención: vía oral, los alimentos del desayuno de cinco horas atrás son expulsados abruptamente.
Da algo de vergüenza ser la única víctima entre los más de cien periodistas. Al menos, queda el consuelo de que otro, brasileño, desertó sin largar, agobiado en el cockpit. Y quedan, también, las ganas de mirar lo grabado por la camarita de a bordo de los italianos...
Por lo pronto, ser uno de los poquísimos argentinos que alguna vez tripularon un Fórmula 1 biplaza es un privilegio, un lujo. Un sueño cumplido. Y aunque las náuseas -y demás percances- sean un peligro cierto, dan ganas de afrontar la vivencia otra vez, y cuanto antes. Y sí: es como una borrachera de placer automovilístico.
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