Las dos monedas de una histórica conmemoración: el crimen de Bonavena y la consagración de Galíndez - Se conmemoran 41 años de la muerte de Ringo y, al mismo tiempo, la consagración de Víctor Galíndez como campeón mundial de los pesados. Una manera de recordar estos dos hechos es publicar las notas que oportunamente difundiera la revista El Gráfico con la firma de Robinson (Ernesto Cherquis Bialo)
Por Cherquis Bialo 22 de mayo de 2017
Especial para Infobae
Un adiós sin sentido
Siempre pensé que el tiempo me daría fuerza para escribir la última crónica. Iba a ser un día sin sol -ese día en que los periodistas podemos manchar la hoja con una lágrima invisible- para decir chau al boxeo y ayudarle a clavar el soporte donde colgar los guantes.
Pensé que ese día te daría las gracias sinceras por las vivencias que dimensionaron la eternidad de momentos que ningún tiempo futuro podría ya borrar. Aquella noche en el viejo Madison frente a Chuvalo agrandando el corazón hasta la victoria que reabriera las puertas de Estados Unidos. Las dos caídas que le diste a Frazier obligando al Mundo a tenerte en cuenta. Y a la salida, después de cada triunfo o cada derrota, esa actitud generosa de depositar en cada ring el sudor macho y fatigoso que ensanchaba tu nombre hasta hacerlo historia.
Un cable cruel, frío como tu cuerpo muerto, me paraliza los dedos ante la máquina obligándome a hablarte este idioma absurdo de un chau que no entiendo. Un cable cruel, frío como tu cuerpo, me acelera el corazón trayendo a mi mente la evocación tierna de tus días tristes. Bajo tu máscara prepotente, la mentira de tu fanfarronería. Detrás de tus gritos insolentes, la sinceridad de luchar buscando el amor. Amor para los de tu sangre, amor para los de tu estirpe…
Muchas veces me tocó escribir episodios de tu vida profesional. Siempre salí de los estadios orgulloso de ser tu amigo. Por la forma de ganar, mucho más por la forma de perder. Aquella noche en que tambaleante y tumefacto entraste al hotel Statler Hilton después de perder con Cassius Clay, tus ojos semicerrados no alcanzaron a ver la admiración con que el Mundo respetó tu caída. Tu cuerpo estaba tan muerto como ahora, pero por dentro una llama más candorosa que nunca alegraba tu corazón: "Perdí pero me la jugué, ¿no?, ¿vieron cómo me la jugué?" no creo que aquella guapeza del boxeador haya sido la más importante. Hubo otra guapeza que tal vez no la advertiste nunca: LA GUAPEZA DE HABERLE GANADO AL BARRO, A LA MISERIA, A LA VIDA. ¿Con qué?: con la fe de adentro, obedeciendo a ese duende que nace con nosotros el mismo día que nosotros nacemos.
A los diez años tu vieja te llevaba al hospital en brazos para que te corrigieran los pies planos. A los once le confesabas a los adoquines de Pompeya tus sueños de ganarle a la promiscuidad de la casa con techos altos, camas amontonadas y paredes transpiraras de humedad. A los doce cargando sobre las espaldas las changas adolescentes que pongan un mango más para la mesa con aroma italiano. A los trece, con el bolso en la mano buscando ensanchar la caja y los brazos para pegarle al mañana. A los catorce, sudando el futuro con un sueño de campeón de boxeo. Y después, este después que vertiginosamente se hizo hoy, desafiando a la parábola que mezcla tiempos y rivales, triunfos y derrotas, alegrías y miserias.
Yo sabía que un día me sentaría a escribir la crónica final. Iba a ser un día sin tristeza porque lo mejor ya se había hecho y nada podría regresarme -ni regresarte- a la salud gastada, al cuerpo vencido, al entusiasmo agonizante. Pero sería una crónica deportiva, saludable, y con el idioma técnico de las críticas objetivas. Este adiós es tan cruel como el cable de tu muerte. Este adiós sin sentido mancha el papel con las lágrimas de un periodista que alguna vez te apretó en su pecho diciéndote gracias por tanta grandeza para ganar y para perder. Es la crónica final. He traicionado a los lectores porque al escribirla no pensé en ellos. Quise y quisiera seguir diciéndote las cosas que diría en silencio frente a tu cuerpo muerto…
Del estadio al hospital
La angustia no terminó con la pelea. Al llegar al camarín, Tito cayó hacia adelante, desvanecido; Galíndez se tiró en la camilla con ojos cerrados, ocultando el llanto; el profesor Russo estalló en un abrazo prolongado y ferviente con Juan Carlos Cuello. Habíamos llegado al estadio en una camioneta "Combi", cantando. Y ahora, después del triunfo, el camarín era un recinto de angustias.
De a poco cada uno se fue reponiendo. A medida que regresaba la normalidad, Galíndez recobraba aliento para dialogar con todos, para abrazarse y quedarse en silencio consigo mismo. Su último aliento fue para dialogar con la madre y con el secretario de Estado de Deportes y Turismo, general (R. E.) Domingo Trimarco. Mientras le llegaban las voces, respiraba levemente con la cabeza gacha y la palabra entrecortada. Media hora después, el doctor Paladino dispuso conseguir una sala donde saturarle la herida que aún sangraba. Hizo una consulta con el médico de turno del estadio, doctor Clive Noble, y resolvieron llevarlo al General Hospital. La policía abrió paso con dos motociclistas, y en diez minutos la "Combi" manejada por Dave Panayi -asistente y chofer durante doce días- llegaba al hospital. El propio doctor Noble se ofreció para llevar a cabo la sutura, que comenzó con dos inyecciones de xilocaína sobre la zona afectada. La herida, en forma de L, tenía mayor longitud horizontal que vertical sobre la ceja derecha.
El doctor Noble, asistido por la enfermera Marianne Kester, limpió primero el tejido negro, muerto, necrosado, que había producido el coagulante aplicado durante la pelea. Una vez que hubo limpiado todo, dejó el profundo hueco con el tejido rojo. Luego comenzó la sutura: siete puntos en total, cuatro a lo ancho y tres a lo largo. Mientras lo cosían, Tito Lectoure tenía la mano derecha de Galíndez. Después del quinto punto, Galíndez pidió que la mano se la tuviera la enfermera. Era un signo de que estaba recobrando su espíritu.
En menos de media hora dejamos el hospital y regresamos al Landdrost Hotel. En la habitación lo esperaba una botella de champaña y un ramo de flores con esta inscripción: "Nosotros te queremos, Víctor. Personal y dirección del Landdrost Hotel". Hubo un brindis, algunos chistes y las primeras y únicas declaraciones: "Ojalá que esta pelea me haya servido para convencer a todos que soy el verdadero campeón. Mientras peleaba -agregó- sólo pensé en que me estaban viendo por televisión, y era la única posibilidad que tenía. Solamente muerto hubiera salido del ring…"
Cerca de la una, todos fuimos a comer al restaurante italiano "Il Padrino". Todos menos Galíndez. Él se quedó con el cuerpo molido, su mano derecha traumatizada, su ceja recién cosida y un terrible dolor de cabeza. Lágrimas incesantes descendían por su rostro congestionado por los golpes y el esfuerzo. Unas, manifestaban el silencioso orgullo de la tan ansiada consagración mundial tras la pelea más sangrienta y dramática que se realizara en muchos años. Pero la mayoría de las lágrimas escondían el inocultable dolor de pensar que su amigo e ídolo Oscar Ringo Bonavena había fallecido trágicamente. Un vacío que haría agónica su vida.
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